CAPÍTULO 7: DOCTOR
ESPIRAL Y SEGISMUNDO
Ávila, septiembre de 1981
-Vamos, cariño, es hora de tomarte la medicación.- Le dijo
el doctor a su esposa mientras le ponía en la mano una pastilla y la acercaba
un vaso de agua.
Ella sonrió mientras le miraba con dulzura y cogía la
cápsula y el vaso, que llevó a su boca para beber y tomarse la píldora que él
le había dado.
El médico se quedó mirando feliz el anillo que lucía su
esposa en el dedo anular derecho desde hacía tres meses: el sueño de ambos se
había cumplido: por fin estaban felizmente casados a pesar de todas las
dificultades.
Había valido la pena intentarlo y luchar contra viento y
marea por la mujer que ahora tenía con él, a pesar del calvario que eso
conllevaba a veces.
Todos le habían advertido de lo que era cargar con un
enfermo con la patología mental que su mujer padecía: cuando le daban los
ataques era casi imposible hacerse con ella, y mucha gente le había aconsejado
que incluso por la noche debía aislarse de ella y protegerse a sí mismo, por lo
que la mujer pudiera hacer, presa del brote psicótico.
Pero para él eso era una nimiedad comparado con la
felicidad que sentía al verla dormir totalmente relajada víctima de la
medicación; escucharla decirle “te quiero” cuando se encontraba serena no tenía
precio, aunque a veces tuviera que pagar por haber decidido seguir adelante con
ella, y muchas veces le dolía horrores tener que inyectarla un tranquilizante
para hacerla caer dormida y evitar que intentara dañarle.
Pero a pesar de todo la quería. Era feliz con ella y jamás
la abandonaría.
-Me voy a la consulta. Cuando termine vuelvo. Te quiero.-
La dijo cariñosamente besándola la frente y dejándola dormida en la cama.
Y puso rumbo a la consulta de pediatría donde trabajaba
como médico.
Cuando su jornada acabó, regresó a casa esperando encontrar
a su mujer sosegada, leyendo, o simplemente tumbada en la cama, pero lo que
halló en su casa fue mucho más de lo que podía imaginar.
Su mujer yacía en la cama de sábanas de color blanco
impoluto, ahora teñidas de un rojo sangre, apenas sosteniendo un cuchillo
ensangrentado en su mano derecha. Si seguía el rastro de sangre que iba del
cuchillo a las sábanas, podía ver que la mujer tenía las venas completamente
cortadas.
-¡No!-Lloró.- ¿Por qué lo has hecho? ¿¡Por qué?!-Lloró el
doctor tirándose junto a ella creyendo que podría auxiliarla.
Pero fue en vano: No tenía pulso. Había muerto.
La autopsia que le realizaron le dio la razón: la muerte de
su esposa había sido un suicidio. Según sus colegas médicos y demás gente con
la que habló, causado por un brote de locura debido a la enfermedad.
Para locura la que empezó a hacer mella en él desde ese
momento: desde entonces no hizo más que estudiar todo lo relacionado con
enfermedades mentales, especializándose en éste tipo de patologías e incluso
entrando a trabajar en una institución mental.
-A partir de ahora ayudaré a las personas que tienen el
mismo problema que te alejó de mí.-Dijo un día ante la tumba de su esposa.
Entró a trabajar al sanatorio del pueblo, y desde entonces
no volvió a ser el mismo: algo perturbó su mente.
A menudo se dedicaba a hacer cortes sin sentido a los
pacientes cuyas celdas supervisaba: un pequeño corte de bisturí en el brazo del
chico de la 420, un arañazo en la pierna de la chica de la 512...
Sin embargo había un paciente que se diría que acogía con
cariño las heridas del doctor: un chico llamado Segismundo, que no parecía
quejarse cuando el doctor pasaba el filo del bisturí sobre su piel. Al
contrario, se dejaba hacer mirando embobado el recorrido del filo de la
cuchilla sobre su brazo.
-¿Por qué acabaste aquí, Segismundo?-Le
preguntó el doctor con curiosidad al observar su ensimismamiento ante la sangre
del corte que le acababa de hacer.
-Yo sólo quería saber como eran las cosas
por dentro...-Dijo.- Las rompía y las destripaba para ver su interior: La
televisión, uno de los gatitos que rondaban alrededor de casa, mis padres....-
El doctor comprendió entonces que
Segismundo había acabado en aquel sanatorio por asesinar a sus padres, pero no
se pronunció al respecto, porque eso ni le iba ni le venía. Al fin y al cabo,
todos los trastornados que había allí estaban en el lugar por alguna razón. Su
deber como doctor simplemente era medicarles y velar por ellos. El resto tenía
que traérsela floja.
Pero no podía evitar sentir cierta
curiosidad extraña por Segismundo, porque a diferencia de otros pacientes él
miraba casi con el mismo gusto y fascinación la sangre de los cortes que le
hacía que con la que él mismo observaba la sangre de las heridas que producía a
sus pacientes.
Cierto día, el doctor y su paciente recibirían
la visita de alguien que cambiaría sus vidas para siempre: un hombre alto,
enlutado, de cara huesuda y largos cabellos de rastas blancas.
-Soy Malevus, Amo del Viejo Caserón, y
vosotros dos sois exactamente lo que ando buscando.- Sonrió viendo el panorama:
el doctor había hecho un leve corte en el brazo de su paciente, que no demoró
en lamer la sangre que brotaba.
Ambos dejaron lo que estaban haciendo y le
miraron.
-¿Qué es eso de El Viejo Caserón?¿Para qué
nos necesita?-Preguntó el médico con cara de pocos amigos.
-Viejo Caserón...Viejo Caserón...-Repitió
Segismundo con voz monótona mientras se sentaba y empezaba a mecerse.
-He podido ver que sois unos apasionados
de la sangre.-Dijo Malevus señalando la herida sangrante de Segismundo.-¿Y si
os llevara a un lugar donde en no mucho tiempo brotara sin parar y pudiéraís
divertiros?- Preguntó.
-¡Divertirnos!¡Divertirnos!-Gritó
Segismundo poniéndose en pie de un salto, al borde de la histeria.- ¡Doctor,
vamos a divertirnos!- Añadió zarandeando al médico.
Malevus sonrió. Al menos a uno ya le
tenía.
-¡Tranquilízate, Segismundo!-Dijo el
médico frenando al loco.
-¿Qué piensas?- Preguntó Malevus al
doctor, que miraba la pared blanca, reflexionando.
Él le miró con cara de pocos amigos.
-Me pregunto quién eres, qué quieres, cómo
has entrado, por qué nosotros...No sé, lo lógico en estos casos, ¿No?- Dijo
sonriendo sarcástico.
Por toda respuesta, Malevus hizo que en su
mano se materializara un cuchillo con el que se hizo un corte en el brazo del
que brotó sangre.
-Os ofrezco litros de éste líquido. ¿No os
parece suficiente motivo para haberme presentado ante vosotros? Os ofrezco la
vida eterna como moradores de un hogar donde perpetuamente correrá la
sangre...- Dijo mirando como doctor y paciente observaban embobados la sangre
que brotaba de la herida del Amo del Caserón.
Y poco tardaron el doctor y Segismundo en
avanzar hacia Malevus en señal de que aceptaban la propuesta.
Y evaporándose en forma de niebla,
acabaron en el Viejo Caserón, donde el doctor recibió “Espiral” por nombre
debido a su pasión por la sangre, que según Malevus, le hacía caer en una
espiral de locura.
Y una vez en el Viejo Caserón no se
salvaron de las torturas del inquisidor, que se encargó de mostrarles lo que
podía pasar si decidían no formar parte de la peculiar familia de moradores que
seguía creciendo.
Pasadas las torturas, su lugar de
residencia dentro del Caserón pasó a ser el manicomio, donde aparte de
encargarse de atormentar a los visitantes que pasaran, Espiral cuidaba de
Segismundo y de Blood, cuando ésta llegó tres años después, y además de ésto,
al doctor se le concedió la oportunidad de construir lo que llamó “El Quirófano
de los Horrores”, una tétrica sala donde el mismo nombre ya denota lo que es:
un lugar en el que Espiral daba rienda suelta a sus más retorcidos
conocimientos como médico con los visitantes las veces que no estaba en el
manicomio...
Ahora suele vérsele solamente en el
manicomio cuidando de su pareja de locos, y mientras que Segismundo le pide a voz
en grito una pastilla y Blood pregunta por su peluche a los visitantes, el
doctor trata de apaciguarles jeringuilla en mano mientras los visitantes corren
aterrorizados.
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