CAPITULO 2: NOSFHARATU,
EL MONJE DE ARREPENTIDOS
Monasterio de El Escorial, enero de 1600.
El monje vagó por el patio central del claustro del
monasterio con expresión ausente.
¿Por qué ahora le
asaltaban aquellas dudas? Ni él mismo lo sabía.
Toda su vida consagrada a la fe y ahora lo único que creía
era lo que sus ojos habían visto, y no había sido nada bueno: hacía no mucho
tiempo que, sin querer, había descubierto a dos abades hablar acerca de un
dinero recaudado y de dónde iría a parar: al monasterio, pero ni mucho menos
para ayudar a necesitados, sino para esculpir figuras de santos, para comprar
hábitos, libros y toda clase de material eclesiástico nuevo que pudiera
necesitarse.
Y eso al joven monje Juan le dolió más que cualquier otra
cosa.
¿No predicaba Dios desde la pobreza?¿Por qué esos monjes
hablaban entre ellos de riqueza? Las cosas empezaron a no cuadrarle y desde
entonces comenzó a cuestionarse su estancia en aquel lugar.
Siempre había tenido claro que la fe era su vida, pero
ahora si miraba a los demás, lo único que veía en sus labios no era la sonrisa
del amor a Dios, sino la sonrisa de la hipocresía, de la falsedad y del amor a
las cosas banas y materiales; la sonrisa del más absoluto desamor a los
necesitados.
Mientras caminaba pensó que encontraba una absoluta
desconcordancia entre lo que había escuchado y lo que solía escuchar en los
sermones que daban los mismos monjes a los que había oído hablar de dinero para
la Iglesia.
“¿Qué puedo hacer?” Pensó recorriendo el claustro y
suspirando angustiado.
La luna bañaba el lugar, reflejándose en la pequeña fuente
junto a la que Juan se había sentado a reflexionar cuando se cansó de recorrer
el patio.
Pero no era la luz de la luna lo único que destellaba en la
cristalina agua de la fuente: un par de reflejos rojos similares a ojos
refulgían en la transparencia del agua.
Juan, asustado, sumergió su mano en el agua y la zarandeó
para hacer desaparecer esas extrañas luces rojizas, y al hacerlo y darse la
vuelta, descubrió esos mismos ojos color bermellón frente a él: una figura
sombría a la que solo se le veían los ojos de un color bermejo encendido.
-Hola.-Dijo el desconocido.
Juan se asustó aún más ante aquel tono de voz.
-¿Quién sois?-Preguntó fijando su vista en él.
Ahora la luz de la luna brillaba en la figura del
desconocido y Juan pudo verle claramente: completamente embutido en negro, lo
único que destacaba a la luz era su pálida y esquelética faz y su pelo largo de
rastas blancas.
-Mi nombre es Malevus, monje.- Dijo el desconocido.- He
venido a por tí, Juan.-
El monje se le quedó mirando entre sorprendido y
desconcertado.
-Sé que ahora dudas de todo, que has visto cosas, y yo sé
que hacer para que esas dudas se disipen.- Le dijo.-Sígueme.-
El monje se quedó mirando al desconocido y titubeó un
momento.
-Las dudas te matan, querido monje...-Dijo el hombre...-No
porfíes y sígueme.-
Juan se encogió de hombros y fue tras él, que le llevó al
despacho de uno de los abades a los que había oído hablar, que casualmente se
encontraba con su compañero, el otro implicado en el asunto.
-Míralos.- Dijo Malevus.- De nuevo maquinando.
Juan se llevó una mano a la boca y no pudo evitar lanzar un
amago de suspiro sorprendido al verlos contando una gran cantidad de monedas de
oro .
Malevus alzó la voz mientras entraba en la sala:
-¿No te gustaría que se arrepintieran, Juan?-
Juan miró a sus dos compañeros entrecerrando los ojos.
-Sí. Mucho.- Dijo viendo cómo la rabia se empezaba a
apoderar de él.
Los dos abades se sorprendieron al ver a quienes acababan
de entrar y rápidamente escondieron el dinero.
-¡Juan! ¿Qué haces aquí?- Dijo uno de ellos sorprendido,
sonriendo y disimulando.- Y ¿Vos quién sois?-Dijo dirigiéndose a Malevus, que
no contestó y dejó que fuera Juan quien se dejara llevar por la rabia que
empezaba a aflorar en su interior.
-La cuestión es quién sois vosotros. Porque hasta hace bien
poco creía que erais abades honrados, pero ahora....¡Desde que el otro día os
vi hablar sobre el uso de ese dinero habéis perdido todo crédito para mi!-
-¡Oh! ¿Nos oíste?-Preguntó el otro.- ¿No creerías, qué...?
¡Juan¡ No! Sólo...-Dijo intentando hacerle creer lo contrario.
Juan le interrumpió airado.
-¡Por favor os lo pido, no me toméis por necio! ¡Sé bien lo
que oí, y el destino de esas bolsas de monedas no es ni mucho menos las manos
de los más necesitados! ¡Ladrones!-Les espetó.
-Arrepentios!¡Ya!-Tronó el monje con rabia incontenida
mientras en su mano aparecía un cuchillo fruto de los poderes de Malevus.
-Eso es.-Azuzó Malevus.- ¡Que se arrepientan!-
-¿Os arrepentís?-Preguntó rabioso Juan amenazándoles con el
cuchillo.
-¡Sí, nos arrepentimos!-Dijeron los abades asustados.
Pero ya era tarde: la rabia que ardía en Juan le hizo asesinar
a los monjes y huir con Malevus al Viejo Caserón.
-Ahora no tienes elección, Juan.- Le dijo Malevus.- El mal
ahora forma parte de ti, y no tienes más remedio que seguirlo...-
Y así fue como, tras sufrir las torturas del inquisidor,
Juan se convirtió en Nosfharatu., el monje de Arrepentidos del Viejo Caserón.
Enclaustrado en la abadía y casi ajeno a la presencia de
los moradores que fueron llegando, él ofrece a los visitantes la oportunidad de
arrepentirse por andar el camino terrorífico que es esa casa maldita.
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